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El silencio era algo anatema para él. No se le ocurría ningún infierno peor. Incluso cuando estuvo en el infierno real, el sonido inundaba todo lo que le rodeaba. Lamentos, gritos, truenos, el crepitar de las llamas… Si, el crepitar de las llamas, como el del pequeño fuego que ardía a un lado de la pequeña estancia. No era más que un agujero en el seno de una montaña. Contra un extremo, una rudimentaria mesa de madera, repleta de pergaminos. Era una forma amable de describirlos. Algunos estaban escritos directamente en trozos de piel curtida. Otros eran simples papeles cuyo propósito original se había perdido ya hacía mucho. En el suelo, junto a esa mesa, los restos de la última comida, y un remedo de catre compuesto por su capa, raída y ajada, y algo de paja acumulada. 

 

Era feliz. Desde hacía algún tiempo además. Al crepitar de las llamas se sumaba el susurro seductor del viento, al colarse en la pequeña cueva. Ocasionalmente acudía el rumor de la lluvia, o el rugido de algún animal. Había noches buenas, con tormentas escandalosas, y a veces, un desplome de rocas. El único sonido que se alegraba de no escuchar en muchos años, era su propia voz. Casi siempre la había utilizado para convencer, de un modo u otro, a la gente. Convencerla de hacer cosas que no querían, incluso si era para su propio beneficio. Discípulos a los que enseñar. Adversarios a los que engañar. Simple gente a la que persuadir de no intentar buscarle mal…

 

 Un hombre despierta en mitad de la noche, sobresaltado y algo desubicado. Lentamente y ayudado por su dolorido cuerpo, se sienta en el lecho de viaje que torpemente había preparado la noche anterior, mientras mira a su alrededor observando el límite de la selva con Travincal.

 

Figuras de lo que parecen ser hombres y mujeres, duermen, hacen guardia o reacondicionan sus pertrechos bajo un silencio y un pesar que prácticamente puede paladearse cual raíz amarga. El cansancio y el abatimiento están haciendo mella en la voluntad del campamento en mayor o menor medida.

 

Tras varios minutos, el sabor metálico en su boca por fin vuelve conectarlo con su cuerpo... "Jumm, parece que me he vuelto a morder la lengua mientras soñaba", piensa el joven aprendiz mientras se limpia la comisura de los labios con el reverso de la mano. Intenta recordar cuándo fue la última vez que durmió a pierna suelta y parece que fue en la cama de casa de sus padres, allá en Tristan, antes de que el Rey Leoric sucumbiese a la locura. El pesar de saber que todo aquello había sido destruido o corrompido le encoge el corazón como si una gran mano fantasmal se lo apretase con fuerza.

 

Una figura encapuchada viaja con un niño de la mano entre las frías nieves del norte. El tintineo de su armadura suena bajo la tela y vigilante observa a su alrededor. Pronto sus pasos les llevan hacia el interior de una aldea arrasada, al norte de Harrogath. El humo aún llega al cielo y el fuego parece recién apagado por el clima.

 

El hombre busca con la mirada una amenaza. El niño tira de la mano del hombre:

- ¡Señor! ¡Malah dijo que nos diéramos prisa!

- Aguarda pequeño… - suena una voz de hombre cansada y ajada por la edad.

Mientras en el Infierno se liberan grandes batallas... En el norte continúan ocurriendo demasiados sucesos aciagos...

 

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