El silencio era algo anatema para él. No se le ocurría ningún infierno peor. Incluso cuando estuvo en el infierno real, el sonido inundaba todo lo que le rodeaba. Lamentos, gritos, truenos, el crepitar de las llamas… Si, el crepitar de las llamas, como el del pequeño fuego que ardía a un lado de la pequeña estancia. No era más que un agujero en el seno de una montaña. Contra un extremo, una rudimentaria mesa de madera, repleta de pergaminos. Era una forma amable de describirlos. Algunos estaban escritos directamente en trozos de piel curtida. Otros eran simples papeles cuyo propósito original se había perdido ya hacía mucho. En el suelo, junto a esa mesa, los restos de la última comida, y un remedo de catre compuesto por su capa, raída y ajada, y algo de paja acumulada.
Era feliz. Desde hacía algún tiempo además. Al crepitar de las llamas se sumaba el susurro seductor del viento, al colarse en la pequeña cueva. Ocasionalmente acudía el rumor de la lluvia, o el rugido de algún animal. Había noches buenas, con tormentas escandalosas, y a veces, un desplome de rocas. El único sonido que se alegraba de no escuchar en muchos años, era su propia voz. Casi siempre la había utilizado para convencer, de un modo u otro, a la gente. Convencerla de hacer cosas que no querían, incluso si era para su propio beneficio. Discípulos a los que enseñar. Adversarios a los que engañar. Simple gente a la que persuadir de no intentar buscarle mal…