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Algunas heridas se han abierto y escucho el sonido seco de más balas aplastadas caer al suelo del baño, ahora me doy cuenta de que tengo ese feo collar en mi cuello, lo agarro para arrancarlo, palidezco al pensarlo y tan solo lo aprieto fuerte en mi puño, me hace sangrar, recuerdo que me lo dio la bestia.

 

Me ducho, al menos mi albornoz está limpio y me reconforta ponérmelo, me calzo unas babuchas de forro suave de piel de camello y salgo despacio de la destrozada habitación, camino de otra sala más pequeña tras atravesar un salón con chimenea. Casi todo está intacto, algo de barro y poco más. Entro en la sala preparada como un vestidor, con algunos trajes y camisas, escojo un traje gris, elegante, camisa y corbata a juego, me encanta vestir bien cuando tengo que huir de un país.

 

Recojo lo que puedo y lo meto en el maletero del coche.

Despierto tumbado en el suelo. Creo que he tardado más de una hora en levantarme del todo y poder llegar al baño. No recuerdo haber encendido la luz ni haberme colocado frente al espejo. Tengo la ropa destrozada con una gran cantidad de agujeros y está sucia, de sangre y barro, los pantalones también. Me desnudo torpemente, tengo cardenales y moratones por todo el cuerpo, ¿me han dado una paliza?

 

No.

 

Me han fusilado, lo recuerdo vagamente, pero era para demostrar algo… recuerdo el olor a ceniza que me inunda las fosas nasales, los ojos de la bestia humana mirándome fijamente a través de la noche mientras deja escapar entre sus dedos las cenizas de lo que fue mi pasado. Me veo a mi mismo, recibiendo los disparos de una primera ráfaga, recargan sus armas y les grito que son unos perros traidores, que si no tienen nada mejor para mí, que si esto es todo. Vuelven a descargar sus armas y caigo de rodillas. Siento la mayor de las satisfacciones al ver como mi cuerpo escupe las balas lentamente entre borbotones sanguinolentos con trozos de carne y tripas…

Me despierto, está oscuro y no veo nada… me zumban los oídos y al intentar levantarme siento terribles punzadas de dolor dentro de mí, el pecho me arde y la garganta está áspera.

 

Me siento sucio y pegajoso, eso no es nuevo.

 

Me incorporo torpemente al borde de la cama, resistiendo el dolor que se va mitigando al respirar profundamente.

 

Enciendo a tientas en la oscuridad la lámpara de la mesilla, el fogonazo de luz amarillenta de la bombilla me desconcierta. Miro la lámpara y es fea como el demonio, ochentera, con formas redondeadas y de colores que se mezclan hasta casi parecer a veces de color de la mierda de un enfermo. Permanezco sentado y miro mis pies: tengo una bota puesta, llena de barro, el otro pie está casi cubierto por un jirón de calcetín, también sucio. Muevo los dedos y cae barro seco al suelo.

Los gritos le despertaron. Eran gritos de mujer, un chillido que se le clavaba como un puñal en los tímpanos. Se levantó de golpe y su mano saltó como un resorte hacia la mesilla de noche donde descansaba una Beretta. La cogió y rodó hacia un lado cubriéndose con la cama y apuntando a la puerta, un acto reflejo implantado hace años en su mente. Moverse, cubrirse y apuntar.

 

Un dolor punzante le recorrió todo el cuerpo por los bruscos movimientos que había realizado, pero siguió apuntando a la puerta aun sin saber muy bien donde estaba. Su mente se centraba en la puerta, en lo que pudiera entrar por ella… y en los gritos de la mujer de la habitación de al lado. Así paso un minuto entero hasta que su mente se fue despejando y la espesa niebla que envolvía sus pensamientos se fue disipando poco a poco, solo entonces se centró en la habitación. Era una habitación típica de hotel barato con muebles viejos y desgastados. Recorrió la habitación con la mirada aun sujetando la pistola, atento a cada rincón, a cada sombra, a cada sonido.

El viaje hacia Los Ángeles había sido tranquilo, todo lo que podía ser en una ciudad con varios millones de habitantes cuya circulación en hora punta era un auténtico caos. Paró en una zona comercial cercana al aeropuerto que estaba repleta de centros comerciales y hoteles baratos destinados a los turistas más pudientes alejado de las brillantes torres de luz del centro. Compró algo de ropa en un centro comercial, comió un par de hamburguesas en un restaurante deleitándose en cada bocado. ¿Cuánto tiempo hacia que no comía? Su hambre era atroz.

 

Se alojó en un hotel que parecía cómodo cuya principal clientela eran las tripulaciones de la infinidad de aviones que diariamente hacían escala en el aeropuerto internacional de Los Ángeles, le dieron una habitación agradable, o al menos lo era más que la habitación en la que se despertó la noche anterior. En esta al menos no olía a sudor rancio… bueno, sí que olía a sudor rancio, el suyo.

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